Comentario al evangelio 15.12.2013

12/12/2013 Más

Una alegría imparable acompaña la noticia de la llegada de Dios y va a inundar con descarada

elección a unos grupos humanos caracterizados por sus carencias y que, según los criterios que se

manejan normalmente, no suelen ser sus destinatarios habituales:

– Los de manos débiles y rodillas temblorosas.

– Los ciegos, sordos, cojos y mudos.

– Los hambrientos, cautivos, doblados e inválidos.

– Los leprosos y pobres de solemnidad.

La alegría que se proclama es una alegría selectiva, como lo será la estrella que verán los magos y

que no se detendrá en el palacio de Herodes en la gran Jerusalén, sino sobre el descampado de

Belén donde estará el Niño.

¿En qué consistirá «ver la belleza de nuestro Dios»? Podemos descubrirla en la hermosura de la

creación o en las maravillas de que es capaz el ser humano, hecho a su imagen y semejanza. Pero

Jesús señala aquello que es para él el signo de que la belleza y la bondad de Dios han rozado

nuestra historia, dejando un rastro de sanación, plenitud y alegría. Y ahora somos nosotros los

encargados de prolongar esa belleza.

Me pregunto cómo alguien puede escandalizarse de que seas como eres, Señor, pero creo haber

encontrado la respuesta en la resistencia que veo en mí mismo y en muchos a gastar la vida en los

«lugares de abajo», allí donde hay seres humanos que viven en medio de oscuridad, enfermedad,

pobreza o muerte. Tú realizaste en ellos tus signos porque te movías ahí y ellos eran tus amigos. Tira

de mí hacia esos lugares, Señor.

(Juan Jaúregui www.juanjauregui.es)

 

 

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