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Comentario al Evangelio 09.02.2014

05/02/2014 Más

 

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Arduo asunto este de ser sal. Si no llegas, queda todo soso. Y si te pasas, serás escupido de toda boca sin con-templaciones. Así que nos aplicamos a lo de la justa medida y, por prudencia o por pereza, tendemos a quedar-nos cortos. Empeñarse en algo que luego no sale nos pone en evidencia y eso es muy incómodo. La sal dentro del tarro, cerradita, da la sensación de estar siempre disponible aunque no se mueva de ahí… Salvamos el tipo sin movernos del sitio. Qué sensación de triunfo.

Triunfo bien vacío. Porque la verdad es que le hemos quitando a la sal (la fe) su verdadero valor. La función de la sal, en la época de Jesús es valiosa y múltiple. Conserva, reaviva, realza el sabor, purifica… Contribuye a dar realce a los buenos momentos de la vida. Y aunque ínfima y humilde, la echamos muchísimo de menos cuando no está. Su ausencia vuelve plano e innecesario el sentido del gusto, y nos priva del disfrute. ¿Qué pan no mejo-ra con un poco de sal y aceite? Y pasamos por la vida en ausencia del auténtico sabor de las cosas, sin pasión ni entusiasmo, reduciendo lo que podría ser profundo deleite a un pasar más bien discretito. La fe que es como sal poderosa, no mojada, ni apelmazada ni aromatizada con nada que nos haga olvidar su verdadera naturaleza, nos movería protegería de la podredumbre general que nos envuelve cada vez más… y con tanto arte que ya ni notamos el mal olor.

Isaías, profeta de la vida auténtica, nos pone claras las cosas: ¿Queréis vivir según el Señor? “Partid con el hambriento, hospedad a los sin techo, vestid al desnudo y no reneguéis de vuestra propia carne. Romperá tu Luz. (…) Cuando destierres de ti el gesto amenazador y la maledicencia, y sacies el estómago del hambriento, brillará tu luz en la tiniebla”

Clarísimo. Y difícil. Porque nada nos es más fácil que dejar que se nos moje la sal, que se nos agüe la fe, y la-mentarnos después porque ni la sal nos sabe a nada ni la fe nos mueve a ningún sito nuevo. Y dado que una y otra nos han sido dadas para que hagamos buen uso de ellas, y rindamos el ciento por uno, puede decirse que nos estamos cubriendo de gloria. En cuanto a cumplir encargos somos auténticas gangas.

Nos falta hablar de ser luz. La que brilla pero no deslumbra. La que muestra las cosas tal cual son sin ridiculizar. La que señala el camino invitando, pero sin obligar. La que hace atractivo lo bueno, y enseña los peligros de lo malo. La luz que, como la sal, parece superflua pero deja el mundo desabrido e inhóspito cuando falta.

Para meditar y rezar esta semana tenemos dos objetos cotidianos, de simbolismo poderoso. Luz y sal están en casa, dispuestos a iluminar y dar sabor a los momentos más sencillos y entrañables de la vida. Y también son útiles cuando los necesitan nuestros prójimos. Se comparten sin disminuir, se multiplican, abarcan cuanto les pedimos. Una llama no se apaga por encender otra. La sal basta en pequeña cantidad para enriquecer un sabor. Y nuestra fe puede, aún pequeñita y débil, sostener otras para crear un conjunto fuerte y unido.

A. GONZALO

 

 

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