Comentario al evangelio 10.11.2013

06/11/2013 Más

 

Han pasado dos mil años y todavía nosotros seguimos con la mentalidad de un Dios metido en un sepulcro. Seguimos

pensando más en un Dios muerto y de muertos que en un Dios vivo y para los vivos.

El Evangelio de hoy nos habla claramente de que Dios no es un Dios de muertos sino un Dios de vivos y para los vivos.

Cuentan de un monje ilusionado por visitar el Santo Sepulcro. Cuando consiguió el dinero se puso en camino. En esto oyó

que alguien le seguía:

– ¿A dónde vas, padre mío?

– Al Santo Sepulcro de Jerusalén. Ha sido la ilusión de mi vida.

– ¿Cuánto dinero tienes para eso?

– Treinta libras

Dame las treinta libras: tengo mi mujer enferma, mis hijos con hambre. Dámelas y da tres vueltas alrededor de mí,

arrodíllate, póstrate ante mí y luego vuelve al monasterio.

El monje sacó las treinta libras y se las dio. Dio las tres vueltas, se arrodilló y volvió al monasterio. Más tarde comprendió

plenamente que el mendigo era el mismo Cristo. (Vida Nueva Cuaderno 5)

Somos capaces de gastarnos nuestros ahorros de treinta libras para visitar el Sepulcro de Cristo, y nos olvidamos que

Jesús ya no está ni en Jerusalén, ni en el Sepulcro, sino que lo tenemos a nuestro lado, compañero nuestro de camino de

cada día.

También las mujeres de la mañana de Pascua lo imaginaban en el Sepulcro, cuando en realidad, Él se estaba paseando

tranquilamente por el jardín.

No nos duele gastar nuestro dinero en una peregrinación a Tierra Santa. Y no me parece mal. Yo la visité unas cinco

veces. Y no estoy arrepentido. De lo que sí me arrepiento es que luego de haber ido tan lejos, luego no sea capaz de verlo

y reconocerlo en el hermano que tengo a mi lado.

Porque la verdadera presencia de Jesús hoy la tenemos muy cerca de nosotros:

Lo tenemos en el Sagrario donde nos espera cada día.

Lo tenemos en los Sacramentos donde lo podemos encontrar a diario.

Lo tenemos en el hermano que está a nuestro lado.

Lo tenemos en el mendigo que nos alarga su mano porque tiene hambre.

Lo tenemos en el enfermo que sufre y con frecuencia está demasiado solo.

Lo tenemos en el que tiene sed y al que nos cuesta darle un vaso de agua.

Lo tenemos en el anciano que se muere de soledad más que de años.

Lo tenemos en el encarcelado que se pudre años entre unas rejas.

(Juan Jaúregui www.juanjauregui.es)

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