Comentario al evangelio 15.09.2013

12/09/2013 Más

Sin duda que una causa importante del éxito del mensaje de Jesús cuando se empezó a predicar por todo el mundo hace dos mil años, fue que mostraba a un Dios lleno de misericordia, y que invitaba a todo el mundo a extender a la vida de cada día y para toda situación esos mismos sentimientos de misericordia, de cariño y amor, de perdón sin condiciones.

En aquellas civilizaciones paganas tan llenas de dureza, en las que la compasión a menudo era considerada un sentimiento propio de gente floja, y en las que se daba culto a la ley del más fuerte, predicar a un Dios que no condena sino que consuela y enjuga las lágrimas fue una gran novedad y, para muchos, una gran alegría. Invitar a todo el mundo a vivir según esos criterios, fue una revolución.

Quizá ahora, en el siglo veintiuno, habrá que volver a decirlo en voz muy alta: que nuestro Dios, el Dios de los cristianos, es el Dios de la ternura, de la misericordia, de la acogida del que se equivoca o fracasa. Porque en esa nuestra civilización, tristemente, podemos ver como por todas partes se cultivan y promocionan las actitudes que invitan a mirar siempre por uno mismo, a buscar siempre lo que a mí me conviene sin preocuparse por los demás… llegando a considerar como algo sin ningún valor, e incluso como algo ridículo, todo lo que sea compa-sión, perdón, ponerse en la piel del otro, buscar el bien de los débiles y de los que se pierden… En definitiva, que parece que tener corazón, tener un corazón como el de Dios, es una tontería, algo propio de personas que no triunfarán en la vida.

Preguntémonos hoy, cuando nos acerquemos a recibir la Eucaristía, si nuestras actitudes son las actitudes de Jesús, las actitudes de Dios. Preguntémonos con qué ojos miramos a los que no han sido capaces de salir ade-lante en la vida, a los que están hundidos en el mal, a los que han seguido caminos que llevaban al fracaso… Preguntémonos con qué ojos miramos las debilidades y las miserias que haya nuestro alrededor. Y pidamos ser capaces de amar tan hondamente y con tanto desprendimiento como nuestro Dios.

(Juan Jáuregui)

 

 

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