Comentario al evangelio 22.09.2013

20/09/2013 Más

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El evangelio de hoy es la continuación, sin interrupción, de las parábolas de la misericordia que escuchamos el domingo pasado. Allí se nos presentaba a un Dios Padre, que quiere a todos los hombres: al hijo pródigo y a su hermano mayor, a la oveja perdida; que hace salir el sol sobre buenos y malos. Precisamente este será el men-saje del rudo profeta Amós: No puede haber alianza con Dios, si no existe alianza y justicia entre los hombres; la alianza con Dios es inseparable de la justicia y hermandad entre los hombres. ¿Cómo podemos llamar Padre al Dios que nos acoge con ternura a la vuelta de nuestros caminos, si no nos sentimos hermanos de los hombres?

Es imposible ser fiel a un Dios que es Padre de todos los hombres y vivir, al mismo tiempo, esclavo del dinero y del propio interés. Sólo hay una manera de vivir como «hijo» de Dios, y es, vivir realmente como «hermano» de los demás. Por eso el que vive al servicio de sus bienes, dinero e intereses, no puede preocuparse de sus hermanos y no puede, por tanto, ser hijo fiel de Dios». Así se explica la dura frase final de Jesús: «No se puede servir a dos señores…no podéis servir a Dios y al dinero».

Es lo que subrayaron con gran energía los santos padres. Así san Basilio preguntaba al rico: «¿Qué cosas son tuyas? Es como si un espectador, por haber ocupado su puesto en el teatro, impidiera la entrada a los demás, creyendo que era propio de él lo que se ha hecho para uso común de todos. Así son los ricos. Si cada uno se contentase con tomar lo indispensable para satisfacer sus necesidades y dejase para el pobre los bienes super-fluos, no habría ricos ni pobres, no existiría la cuestión social». O lo de san Gregorio Magno: «Al darles lo necesa-rio a los indigentes no hacemos más que darles lo que es suyo y de ninguna manera nuestro; pagamos más bien una deuda de justicia, en vez de hacer una obra de misericordia».

Si nos contentásemos con lo indispensable, «no existirían pobres». Desgraciadamente, los pobres siguen exis-tiendo aún con mayor gravedad que en tiempos de san Basilio, hace dieciséis siglos o en tiempos de Amós hace veintiocho siglos. San Basilio se preguntaba también: «¿De dónde has traído a la vida lo que has recibido?». ¿Qué mérito tienen nuestros niños, que nacen rodeados de cuidados y regalos, y qué mérito no tienen los niños famélicos y comidos por las moscas, sin fuerzas para espantarlas, de los campos de refugiados de cualquier país del tercer mundo? ¿Qué sentirá ese Padre del cielo, que quiere a todos los hombres por igual, ante el sufri-miento de estos pobres niños? ¿No tienen todos los niños, los del tercer mundo y los nuestros, el mismo mérito de ser, todos ellos, hijos de Dios?

El pecado del hijo pródigo fue el de derrochar su fortuna… De la misma forma que nos indignamos contra las películas de pornografía infantil, por qué no protestamos de igual manera contra un «orden» internacional que hace posible que los niños se mueran de hambre en Sudán.

¿No tendremos que reconocer, con la mano en el corazón, que nuestro pecado es también el derrochar nuestra fortuna y el pretender servir a Dios y al dinero?

(Juan Jáuregui)

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